lunes, 8 de julio de 2013

DLVIII. Hayes.

Estábamos sentados en el coche cuando la tierra tembló. Un temblor ligero: el de un durmiente que se da vuelta, un suspiro en un pulmón enorme. Giré la cabeza, pensando que alguien había sacudido el coche. Pero no había nadie ni nada en esa ruta del cañón oscuro. Había estado besándola. Los perros empezaron a ladrar. También ellos los había perturbado el movimiento inesperado de lo que se supone no debe moverse. La había besado. Había sido un beso vacilante, exploratorio, y parte de mi esperaba que me lo negara; pero lo permitió, con los ojos cerrados y la cabeza recostada en mi brazo; entonces la tierra tembló de esa manera leve y descontenta, como alguien que se da vuelta, o como si de pronto tuviera frío, y los perros ladraron. El beso se interrumpió. Pareció que ella no se había dado cuenta del ligero temblor del suelo. Pareció que no se asombraba de los ladridos de los perros. Tal vez esperara más que un primer beso, tal vez esperara un avance a tientas de mis manos o un descenso de mi boca hacia su garganta, pálida y cercana, y yo la había defraudado. Fue extraño que la tierra temblara en ese momento. Fue extrañamente perturbador y modificó el gesto familiar, esbozado tantas otras veces, del descenso hacia la boca de una chica; pero que la tierra temblara le dio al beso un matiz algo ominoso. A la mañana siguiente, estaba en todos los periódicos: el terremoto. 

Alfred Hayes - Que el mundo me conozca.

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